Al principio cuando la ví, su estructura metálica, con tanto
aparataje tantas cosas juntas, me causo mucho miedo, mis padres insistían:
-Anda móntate, ya vas a ver que te gustará. Mi cuerpo siempre solía tener la
misma reacción. El Temor.
Por mucho que intenté acercarme era siempre la misma reacción, de temor que al
final derivaría en el rechazo, total, absoluto, y tomaría como distracción otra
cosa.
Fueron los trompos, las metras, el papagayo, y hasta un viejo balón de fútbol
casi pinchado mis mejores aliados para evadir tal acoso. Hasta el punto de
llegar a mentir, me llevó mi temor.
Una tarde jugando con mi balón y ya aburrido de tanto mentir, aprovechando que
mis padres habían salido a hacer unas compras, mi hermana mayor estaba dormida,
la tomé, la miré y decidí enfrentar mis temores.
Estaba allí, sola en el rincón donde la dejaron, como esperándome, invitándome
no se a que. Ya había visto como se hacía, tomé el volante, me monté en el
asiento, y traté de darle al pedal. Era la bicicleta nueva, esa que sabía cómo
funcionaba, como lo hacían y que yo no pude en mi primer intento porque me caí.
Aunque lloré con el primer golpe, y varios raspones me dí con los consecuentes
intentos, no me paré. Conseguí dominarla, aprendí que todo era cuestión de
coordinación, primero un píe, luego el otro, el equilibrio era lo de menos
porque me lo daría el volante.
Entonces estudié bien los movimientos, un píe en un pedal, el otro donde tenía
que estar puesto. Las dos manos y brazos firmes al volante, vista al frente. Empecé
a rodar, sentía del como el viento acariciaba mi cara, lo podía sentir en mi
piel, en mi ropa.
Ahora tendría un nuevo inconveniente, ya sabía cómo rodar y darle al frente,
pero ¿Cómo doblar o cruzar sin caerme?.
Hice lo mismo que hacía mi papá ver a los lados y girar el volante
suavemente.
Fue entonces cuando aprendí a manejar bicicleta, y aunque no estoy manejándola hoy,
aún recuerdo la primera vez que lo intenté.
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